martes. 16.04.2024

Recordando al siempre querido Enrique Rodríguez

"Orondo de blanca sonrisa, postulaba sin reticencias el debate siempre democratizado del sentido común"

Al alba sería… cuando hoy recae sobre nuestra sesera el recuerdo  -años ha- de aquella triste nueva: la muerte del diácono –y cofrade de Loreto y la Clemencia- Enrique Rodríguez. ¡Qué lástima, me cachis la mar! Un pinchazo en la espina dorsal de la esperanza a manos llenas sostenida por la entrañable gente de San Pedro. Enrique –tan dicharachero de pensamiento, tan sosegado de planteamiento- de continuo ubicó su personalidad en el altozano de una inteligencia práctica e incluso pragmática. A la manera de la sinfónica poética filosófica de Gerardo Diego. Enrique o su imantación evangélica.

Orondo de blanca sonrisa, postulaba sin reticencias el debate siempre democratizado del sentido común. ¿Su lenguaje? La relatividad de los juicios extremos y la coherencia del humor. Un humor que, a la manera de las vanguardias literarias, derivaba en el optimismo de las ideas.

Enrique era colosal en la viñeta de su arraigada intelectualidad: nunca increpaba, siempre razonaba. Chisposo, movilizador, filosóficamente paródico, purgativo de costras convencionales, exultante de vitalismo, de biorritmo, ¿de neologismo? Su Evangelio estaba como formateado con un centón de recuadros del mejor guionista gráfico de la Biblia ilustrada para adultos del siglo XXI: como un Mingote al cristiano servicio de su bullente cotidianidad social.

Todo en él era Cristo según el guiño de la referencia explícita o el regate corto de la parábola a tiempo o el bote pronto de una pirueta doctrinal sencilla y rotunda. Nunca saboreó la cicuta avinagrada de las medias verdades. Me agradaba de Enrique su desdramatización de los posibles ringorrangos ajenos. Su témpera conductual, su temperatura visual: ojo avizor y ojo clínico bajo una mirada serena, humilde y simpaticona. Hago referencia a los ojos de Enrique porque eran algo así como el hisopo constante de su poder comunicativo. Expresión y retina para un mismo mensaje.

Me atrajo, sí, su modo de mezclarse –de actuar y de interactuar- con la acción parroquial, con la solidaridad a la recíproca, con la invisible aflicción del procomún. Veía más allá de lo meramente visible y sin embargo no se empachaba de proclamas dogmáticas sino muy al contrario: salpicaba su derredor con un discurso sugestivo y convincente y moderado y calmoso y transparente como las aguas del lago Changhu. Solía estar en el espacio preciso. Así como cantó el poeta: “Desde un lugar que aprendo / a registrar cada mañana, vuelvo / sobre mis pasos y te aguardo / allí donde estoy solo”.

No concibió la vida como un pringoso Valle de Lágrimas –en razón a los desafueros de la patología humana- sino como un edén en marcha, en constante y sonante construcción (donde los operarios del apostolado de Jesús han de sembrar sin trabas la sementera del amor, de la conciliación, de la tipografía del corpus christi).

Tomarse con Enrique una cerveza -¿una en singular? Más bien dos, tres…- hacía las veces de expurgo mental, de antídoto formal. De refresquería vitamínica. Murió cuando el rictus del cansancio físico ya había hecho mella en su rostro. Cuando por el contrario el diagnóstico médico prometía mejores desenlaces. Cuando el salvoconducto de los recuerdos refrescaba una memoria poblada de versos y de besos, de Ferias disfrutadas con sus hermanos lauretanos, de cultos revividos en la dermis de la Palabra de Dios, de risas y más risas, de romerías con la Virgen del Rocío como alfa y omega de una vocación descifrable y definitiva, de penúltimas acciones pastorales en Guadalcacín, de Viernes Santos estacionados al hilo y al pabilo del testimonio penitencial.

Enrique –jersey anudado al cuello, mano sobre nuestros hombros, confidencias al raso- nos dijo aquello de “la vida está justificada en estos ratitos”. Tu vida, mi querido Enrique, está justificada en todos los ratitos que, pieza a pieza como un puzle de trascendencia, han compuesto el decálogo de verdades de quien Dios puso en Jerez, en los barrios de San Pedro y San Benito, a nuestro servicio. Un servicio que, insisto, vio más allá de lo puramente visible. Un servicio que abominó de la razón de la fuerza. Un servicio que siempre sonreía al prójimo como un decálogo de cariño. ¡Gracias, Enrique, por haber existido! ¡Tú sí que fuiste sal de la tierra y luz del mundo!

Recordando al siempre querido Enrique Rodríguez